LA LIBRERÍA DE LA UNIVERSIDAD

 

La superación de las formas de vida medievales, propiciada por el creciente auge de la clase burguesa y la consiguiente secularización de la sociedad, conlleva la ampliación del campo de los conocimientos y el deseo generalizado de profundizar en la investigación.  El floreciente comercio pondrá en contacto culturas y saberes diversos, superará prejuicios y estimulará el intercambio de ideas. El escubrimiento de la ciencia árabe, la resurrección del derecho romano y de la filosofía clásica harán crecer los claustros universitarios y las “ librerías” de sus facultades o colegios. Aunque escasas en fondos, al menos hasta la difusión de la imprenta, no tratarán sólo de conservar los escritos religiosos o devotos de los antiguos, como se hiciera en los scriptoria monásticos, sino que, a través de la copia y el préstamo, estimularán la circulación de todo tipo de saber.

La “ librería” o biblioteca de la universidad se organizó en torno a los intereses académicos. La clasificación comunmente aceptada responde a las materias del trivium y el quadrivium  y se materializa en los textos clásicos —Virgilio, Dioscórides o Justiniano, en glosas y comentarios, como los que Alejandro de Afrodisia dedica a los Topica de Aristóteles o las Postillae de Nicolás de Lyra— y en ejercicios de clase tales como las Relectiones de Francisco de Vitoria.

El origen de una buena parte de sus colecciones ha otorgado a las bibliotecas universitarias un carácter mucho más interdisciplinar.  A la herencia de los Cabildos eclesiásticos, que justifica su riqueza en textos de teología y de exégesis bíblica, hay que añadir los libros donados por nobles, profesores y humanistas, que no cesaron de acrecentarlas. Ya en los siglos XVIII y XIX, los fondos universitarios se beneficiaron sustancialmente con la incorporación de las bibliotecas de la Compañía de Jesús, de excelente calidad y con las de los conventos desamortizados; y se han completado, en algunos casos, con atinadas adquisiciones. De ahí la presencia de singulares manuscritos —como la Exposición del libro de Job, de la mano de Fray Luis de León o el Astronómico real, de Alonso de Santa Cruz, ambos del siglo XVI, la curiosa Luz de navegantes , de Vellerino de Villalobos (1592); o la Conquista de la isla de Gran Canaria , de finales del XVII—, de obras capitales de la tipografía europea —la Biblia complutense (1514-1517); el Astronomicum Caesareum de Apiano (1540); el Quijote (1780), obrado en el taller de Ibarra; o la cuidada edición de The Works of Francis Bacon (1776-1778)— y de las nuevas fórmulas de difusión del saber —L’ Encyclopédie, de Diderot; los periódicos, como el Journal des Sçavants o el Mercurio histórico— así como de un extraordinario y variado fondo de literatura que abarca las lenguas y los estilos en los que, desde la antigüedad, se ha plasmado el ingenio humano.