CHESGA

Na naší zahrádce stával trpaslík

(En nuestro jardín había un enano)
Era de cerámica y se llamaba Josef. Estaba entre los pensamientos adornando los macizos de flores. Nadie se lo tomaba a mal, mientras que a mí, cuando era niño y me subía al macizo de flores, me pegaban. Soportaba esta injusticia difícilmente y juré con toda mi alma que cuando creciera me convertiría en un enano y me colocaría justo en medio del macizo de pensamientos.
La gente normalmente se olvida de los propósitos de su infancia, pero yo no. La sensación de injusticia era demasiado grande. Y así cuando cumplí los veinte, me dejé una larga barba y me compré telas de colores. Después me fui a ver al sastre.
"Quiero hacerme un traje", dije.
Hasta que no desenvolví las telas, el sastre se comportó conmigo como con un cliente normal. Después de desempaquetarlas todo cambió. Con una mirada vítrea, el sastre me pasó una revista de moda.
"No, gracias. Necesito un traje como el que llevan los enanos. Es decir: una chaqueta amarilla con un cinturón, unos pantalones rojos tipo bombacho y un gorro verde de pico".
A los quince días me presenté para la prueba. El traje me sentaba de maravilla. Sólo fue necesario rehacer el cuerpo y las mangas. Eso sí, el gorro ya estaba listo. Al cabo de una semana fui a por el traje. En casa me vestí delante del espejo. Estaba fantástico. Después salí hacia el parque, por el camino la gente se me unía de modo que entró en el parque una buena multitud. Me dirigí hacia el macizo de flores. Me coloqué en el centro. Yo miraba a la gente. La gente me miraba a mí. La muchedumbre bullía. De repente, un hombre gordo se abrió paso a la primera fila.
"¿Es usted un enano, o qué?" El resto de la gente asentía. El hombre gordo y fuerte me gritó: "¡Váyase inmediatamente!"
Una mujer histérica gritó: "¡Échenle agua, échenle agua...!" No me gustan las mujeres histéricas a las que lo que más les gusta es regar a uno, por eso me hice oír: "¡Señora no chille!" Un nervioso vejete se dio la vuelta hacia la multitud con un relámpago de malicia en los ojos y preguntó: "¿Le tiro una piedra?" La multitud asintió con un gruñido y el vejestorio cogió del suelo una piedra y levantó la mano. Se tambaleó y cayó sin tirarla siquiera.
En ese momento apareció un guardia.
"Tiró al viejo", informó un solícito señor. "Ese del macizo de flores tiró al viejo". "¡Y parece como un enano!", añadió la histérica.
Se oyó un grito desesperado, puesto que alguien del gentío había pisoteado la mano del viejo. El guardia con un paso sereno subió al macizo de flores. La mujer histérica incitó unas cuantas veces al guardia para que me echara agua. En medio de la multitud empezaron a pegarse dos hombres. Un niño empezó a gritar que me quería. El guardia me pidió la documentación. Los documentos estaban en regla. Algunos gamberros empezaron a silbar. Un joven se abrió paso hasta la primera fila y empezó a hacerme muecas. Su insolencia crecía. Comenzó a tirarme del abrigo. Le di un coscorrón. Esto provocó que una señora protestara en nombre de todas las madres contra el maltrato a los niños. Un chico a su espalda hacía ridículas muecas. En esto llegó un segundo guardia. Más radical. Me ordenó que fuese inmediatamente con él. Fui con mi ropa de enano, rodeado por los dos policías y seguido por la multitud. Empezó a llover. Alguien detrás refunfuñaba que ya habría podido elegir un tiempo mejor. La gente se asomaba a las ventanas y salía de las tiendas.
Después de nuevo escampó, y frente a nosotros, desde la calle contigua, irrumpió un grupo de gente con ropas de colores. El primero de ellos agitaba alegremente un paraguas rojo. Tenía un abrigo azul y botas altas. El guardia de la izquierda se puso a correr hacia la comitiva pero el segundo guardia lo detuvo.
"Estos son comediantes, tienen permiso".
Estaba triste. En ese momento alguien del grupo de los comediantes se fijó en mí y los vecinos, tías, padres, tíos comenzaron a saludar con las manos. Respondí a sus saludos. Mis guardias cuchichearon algo entre sí y luego uno de ellos dijo: "Bueno ¡váyase!"
El grupo de comediantes me absorbió. Como estaba de bastante buen humor, empecé a dar brincos. La gente, que en el parque era mi enemiga, comenzó a sonreírme amigablemente y el vejete irascible, a quién mientras alguien había ayudado a levantarse, incluso lanzó un saludo.
Desde ese día no puedo faltar a ningún desfile de nuestro pueblo.
© Susana Sotelo Doco, Universidade de Santiago de Compostela